Entre el periodo de tiempo que va desde la década de 1950 hasta, más o menos, 2010, Silicon Valley ha sido directamente responsable de desastres naturales encubiertos y muy distintas variantes de explotación y contaminación de la naturaleza. Al mismo tiempo que un Steve Jobs que ya movía $600 millones anuales intentaba y, en buena medida conseguía, pasar la Apple bill en el congreso estadounidense en 1982, la Guerra Fría obligó a los Estados Unidos a doblar su apuesta por una industria computacional y aeroespacial que le posicionara ante imparable globalización. Dicho desarrollo se encontraba en plena eclosión en California tras varias décadas de exitoso crecimiento tras el declive de la manufactura en las fábricas del este del país. Una industria que, orgullosa, se definía a sí misma como limpia en contraste con la polución de las factorías de Detroit.
Si bien Jobs no consiguió que su Apple bill superara todas las pruebas burocráticas que tenía por delante, sí que, a cambio, introdujo un Apple II por cada escolar de 12 años de edad en cada uno de los estados del país. Reagan, viéndose en la necesidad de recortar fondos a el sistema educativo, dio tales alas a la empresa privada y, en concreto a Palo Alto que, indirectamente creó, con su falta de visión de futuro, un Reino sin rey pero sí con cetro dentro de la República estadounidense. El cetro, como símbolo, es una especie de anillo de poder que pasa de manos según las circunstancias. Hoy lo tiene Jobs, mañana Musk y pasado Bezos, entre otros.
En 1980, antes de que la empresa privada irrumpiera de tal forma, comenzaron aparecer las primeras pruebas y cientos de indicios de que nada era como lo habían contado. Una fuga de restos químicos enterrados en el área de San José se extendía sin control contaminando las aguas de la bahía de San Francisco y todo el subsuelo de la zona durante un período de dos años. A día de hoy, 40 años después, los trabajos de desinfección no han sido completados. Tras ese descubrimiento (que la industria local tapó pero, un mes después un periódico local destapó), estudios realizados anualmente demuestran que a lo largo de la historia de Palo Alto, Santa Clara o Fremont, centenares de compañías han sido responsables de contaminar repetidamente las aguas y el subsuelo de la zona sin que se haya podido poner remedio a todo ello y sin que se haya podido identificar a los responsables. Es, por lo tanto, el entorno de Silicon Valley, un vertedero químico oculto a nuestros ojos sobre el que creció un vergel de empresas venenosas que ha polinizado y germinado por todo el planeta.
Pese a todo ello, las empresas que conforman su entramado (Sun, AMD, Nvidia u Oracle, por citar algunas conocidas escapando de las más obvias), intentan a día de hoy reducir, tanto su impacto medioambiental a nivel de hardware, como las exigencias del software para funcionar. En este caso, el hardware influiría en extracciones materiales de la Tierra (como minerales de todo tipo o cantidades ingentes de agua) y el software en la energía que usamos para echar el hardware a rodar, la cual exprime a la Tierra como una naranja al extraer su jugo. Ambos funcionan en conjunción y ninguno por separado en cuanto a entornos digitales se refiere (robótica, electrónica, computación…). Si hablamos de máquinas con un mínimo grado de complejidad, necesitan un software para rodar.
Para hacerte una idea, debes saber que, por ejemplo, Amazon Web Services y sus filiales (Amazon, Twitch, Amazon Prime) solo usan en torno a un 17% de renovables, HBO un 22% y Netflix un 17%, estando el resto de suministros supeditados a carbón, gas y nuclear. Puedes consultar estos datos a través del informe Clicking Clean de Greenpeace. Otros como Facebook o Google lo hacen sobradamente mejor con un 67% y 57% respectivamente. Mejor, pero no suficiente y, aquí viene el paradigma.
Hubo un tiempo en el que la actividad e impacto ambiental de estas compañías únicamente dependía de ellas. Si contaminaban bahías enteras y alrededores, el cliente final no tenía responsabilidad sobre ello. Sin embargo, hoy en día y, desde más o menos el año 2004, eso cambió. Con la llegada de la web 2.0, los diseños centrados en la experiencia de usuario y la facilidad para compartir información, el equilibrio cambió. La llamada interoperabilidad permite desde entonces que dos o más equipos o sistemas intercambien información y, además, que esos datos puedan ser reutilizados. Desde entonces y sin saberlo, todo usuario tiene responsabilidad directa al usar los servicios y productos de todas las empresas mencionadas y otras tantas más. Qué procesador tengas, influye. Qué pantalla, también. Qué compañía suministre electricidad a tu vivienda, obviamente también.
Es cierto que, por como el capital traza sus redes de influencia de forma natural, escapar de ellas es tan complicado como vivir en la bahía de San Francisco y encontrar alternativas a no beber agua embotellada. Es ciertamente imposible que un ciudadano corriente pueda esquivar la presión que ejercen las compañías de cualquier sector en su entorno. Si no usas Whatsapp estás limitado. Si en tu pueblo solo opera una compañía eléctrica, qué demonios vas a hacer si tu CPU pide potencia para jugar a Fortnite. Si dices ser YouTuber, pero eres parte de ese 47% que no hace más que unos pocos euros al mes y no te da para independizarte, cuéntale tú a tus padres que deben contratar suministros de energías limpias y renovables; buena suerte con ello. Sin embargo, todo esto tiene un punto en común y es que, nada, absolutamente nada de lo relacionado con la creación de contenido o el uso de productos o servicios de estas compañías, es vital o de primera necesidad, así que, si decides, de cualquier modo y por cualquier motivo, beneficiarte de todo ello, serás responsable de tus decisiones.
En algún punto del camino entre 2004 y 2021 empezaron a llegar, paulatinamente, primero Youtube y luego Twitch. Gradualmente y casi en paralelo, la innovación también impactó de lleno en el mundo del videojuego apoyándose en las innovaciones que internet y la web 2.0 fueron trayendo en forma de juegos en línea primero, juegos en línea multi-jugador después y, por último y no menos importante, retransmisiones en directo de las partidas. Llegaron las millonarias audiencias por un lado y los millones de suscriptores por otro. Millones de usuarios conectados a la par arrastrados por la convocatoria de miles (si no millones, depende de cómo se mire) de creadores de contenidos. Otros tantos millones escuchando música a la vez en streaming sin ser conscientes de su impacto -el cual varía dependiendo de qué plataforma uses-.
Antes del 2004 las culpas estaban centralizadas en Silicon Valley. Después de esa fecha, gradualmente se fueron repartiendo por todo el mundo. ¿Es suficiente con que Google y sus filiales o cualquier otra compañía use energía verde para el uso o fabricación de sus productos si no lo hacen también Rubius, Patry Jordan, TheGrefg o Ibai? La descentralización ha provocado que, cualquiera de ellos, y de forma interesada, convoque en línea y al mismo tiempo a millones de usuarios, cada uno con sus equipos, su software, sus periféricos. ¿Hay que poner, entonces, el foco sobre estos y otros creadores de contenidos para inspeccionar y regular, tanto su actividad como el impacto ambiental y social que generan? Rotundamente sí.
Del mismo modo que presenciamos acuerdos históricos del G7 para gravar, con una serie de acuerdos globales, a compañías con base tecnológica establecidas, tal vez en un único territorio en algunos casos, pero operantes en todo el globo, es necesario que, también globalmente, prestemos atención pormenorizada a la descentralización que ha tenido lugar en la actividad y flujos de estas compañías, trayendo infinidad de beneficios a la creación, pero también una mayor complejidad para su comprensión y estructura. El impacto y la expansión global que estas compañías idean desde sus sedes y materializan miles de influencers voluntariamente -que hasta hace muy poco no entraban en juego-, multiplicando así el consumo de energía y recursos, ha cambiado y ya no se rige por estrategias de crecimiento del pasado, arrastrando ahora a millones de usuarios a la vez que también aportan su grano de arena a la utilización de recursos de forma orquestada. Todos formamos parte ya de un efecto llamada que, funcionando en bucle y de forma ininterrumpida, atrae por su inercia siempre a alguien más.
Como todo, la creators economy necesita de una regulación a medida, preferiblemente a corto o medio plazo, para aplacar la urgencia climática que tenemos encima y de la que los creadores son, en cierta medida, y al menos por ahora, impulsores. No hay más que ver los gamer setups (o cualquier otro creador de contenido como, por ejemplo, un músico transmitiendo en directo) para visualizar el gasto energético y material de la propuesta.
En algunos casos por falta de educación financiera y, en otros por una especie de evasión de impuestos aprendida de los grandes y acrecentada por un ego descomunal creyendo ser los únicos responsables de su éxito, obviando que solo son parte de la cadena, la regulación no vendrá impulsada por los creadores de contenido.
Muchos crecieron en California y multiplicaron sus cuarteles generales por todos los continentes. Otros, gracias a una nueva economía surgida a raíz de la innovación tecnológica, se mudaron legalmente a Andorra para ser gravados en menor medida y de acuerdo con su visión de la justicia. Sin embargo, no se trata solo de gravar más o menos a nivel fiscal. La localización, en este nuevo mundo y en este nuevo sector en auge, no puede ser una excusa para omitir nuestras obligaciones con el Planeta a raíz del impacto ambiental que generemos con nuestra actividad durante mucho más tiempo. Si gestionas audiencias de millones de usuarios, tienes una responsabilidad social corporativa que atender. Reside donde quieras, contribuye como el que más.
Las políticas liberales son necesarias y deben seguir siendo centrales pero, el sueño liberal al que se acogen no pocos creadores de contenido, tan jóvenes que nacieron en él y no conocen otra realidad, ha tocado a su fin. Se sentirán engañados, tal y como muchos se sintieron a causa de la Gran Recesión que tuvo lugar en 2008 y se alargó oficialmente hasta 2014, dejando ya de por vida a muchos en el camino. Se sentirán menospreciados y heridos en su orgullo, pero deben comprender, cuanto antes, que su realidad son los últimos coletazos de una inercia negacionista ante las evidencias de conectividad entre nuestras acciones y el medio ambiente, el individualismo (que no la meritocracia), se encuentra en plena recesión a la vez que muta hacia otra forma de establishment, seguramente imperfecta, pero más consciente de su papel, más justa y, sobretodo, más sostenible.